Cada sábado por la mañana me iba hasta la tienda de ropa de mi abuela Elvira y, después de un tiempo prudencial, le pedía tímidamente la paga. Ella sacaba de su bolso una grande y reluciente moneda de 500 pesetas y yo la guardaba cuidadosamente en uno de los bolsillos de mi pelliza (que es como mi abuelo me había enseñado a denominar al abrigo). Luego, con las mismas intenciones, emprendía un largo paseo por el Carrer Major hasta la panadería de mi abuela Carme. Tiempo prudencial, y “a la butxaca”.
Visto en perspectiva, ciertamente parecía un recaudador del diezmo haciendo la ruta por las calles de Lleida. Pero no me juzguéis mal, os prometo que era un simple niño persiguiendo el objetivo que probablemente más feliz me hacía.
Tenía que repetir el recorrido recaudatorio durante tres semanas para conseguir el fin último, la cúspide de mis intenciones. Después de tres sábados, cuando conseguía juntar seis monedas de 500 pesetas me tocaba hacer el camino inverso desde la panadería de mi abuela Carme y, a paso ligero y cargado de emoción, llegaba hasta la tienda de discos Satchmo. Mi templo del delirio, mi quimera. El momento más mágico del mes.
Subía las escaleras hasta la sección de CD’s de los Beatles y me pasaba horas, entre nervios, intentando escoger bien el álbum que me iba a llevar ese día. La elección era completamente a ciegas. No sabía nada, no había escuchado nada, nadie me había aconsejado y no había leído nada en Internet, porque aún no se había inventado. Mi elección dependía exclusivamente del diseño de la portada y de la lista de canciones en el reverso. Por suerte, eso lo supe tiempo después, era un dilema sin riesgo porque cualquier disco de los Beatles es una puta obra maestra.
Después de pagar, gastando casi la totalidad de las 3000 pesetas, me iba corriendo a casa, me estiraba en la cama, ponía el CD en un Philips portátil que compramos en Andorra saltándonos la aduana (Víctor 1 – Guardia Civil 0) y escuchaba la primera canción, y otra vez, y otra vez, y veinte veces, cincuenta, hasta cien, y me estudiaba las letras, y buscaba las palabras en inglés en un diccionario que se caía a trozos, y me iba al salón y se la cantaba a mi madre, e intentaba garabatearla en la guitarra, y hasta que no había soñado con la canción al menos dos o tres noches, no pasaba a la siguiente. Y repetía el proceso, administrando con delicadeza aquellas maravillas, hasta acumular de nuevo seis monedas grandes y relucientes.
Hoy en día, mi hija se planta delante de un altavoz y le ordena su elección entre todo el catálogo musical de la historia de la humanidad.
Pues que queréis que os diga, tengo ciertas dudas de cuál es el camino mejor.