Hace muchos años que el hecho de haber publicado un libro perdió gran parte de su valor. No me malinterpretéis, se ha escrito y publicado basura toda la vida, desde mucho antes que Gutenberg. De hecho, me atrevería a decir que el noventa y nueve por ciento de lo que la humanidad ha escrito, y publicado, ya desde que escribíamos esculpiendo en piedras, ha sido una absoluta bazofia.
Seguramente esto provocará muchos enfados entre mis lectores, pero los escritos de los egipcios, los mayas, los fenicios… todo basura inmunda.
Hace un par de décadas existían, al menos, unos ligeros filtros. Las editoriales eran un poco más restrictivas sobre lo que publicar o no publicar. Pero hoy, todo el mundo puede sacar un libro. Las editoriales van como locas lanzando bombas de racimo, ofreciendo cuatro duros a cualquiera, jugando a la lotería e intentando atinar con un tema o con un nombre con doscientos followers en Twitter que les ayude a superar la crisis en la que están sumidos y pagar las facturas del toner.
Con este preliminar, parecería que estoy en contra de que cualquiera pueda publicar un libro. ¡Para nada! Todo lo contrario. Simplemente quería dejar constancia que conozco bastantes subnormales que han publicado un libro y precisar que tener un libro en el mercado editorial no significa nada, de ningún modo.
Pero todo esto ya lo sabéis. No os descubro nada. Y, en realidad, hoy no he venido a hablar de libros en general, sino de MI LIBRO.
Tranquilos, mi libro tiene una ventaja sobre toda la oferta editorial existente, y es que NO lo voy a publicar. Es solo una idea. Y, al contrario que la mayoría de ideas, esta perderá la gracia en el momento en que la explique. Y lo voy a hacer a continuación. Por primera vez.
Voy: ¡prólogos!
Los prólogos son esas páginas que van al inicio de la obra donde un amigo del autor habla bien de él o resalta la importancia de la publicación. Son, básicamente, una felación literaria.
Los prólogos siempre me han llamado la atención. Demuestran la inseguridad del autor y de su obra. En pocas otras manifestaciones laborales o artísticas tenemos la necesidad de que otros manden mensajes reforzando la hipotética viabilidad de nuestro trabajo.
¿Os imagináis una película que comenzara con una grabación mirando a cámara de otro director asegurando que lo que vais a ver “está muy bien”?
¿O que un abogado de otro gabinete entrara antes de la reunión diciendo que su colega “os va a llevar el divorcio de puta madre”?
“Antes de que le mostremos una de las últimas obras de Vincent van Gogh, por favor, escuche este mensaje que dejó escrito su colega Paul Gauguin”.
Ahora que ya estamos situados, os explico finalmente la idea de mi libro, que no voy a publicar.
Atención. Se trataría de pedir a diez o doce amigos (no sé si tengo tantos, al menos tantos que sepan escribir) y pedirles un prólogo de mi libro. De mi hipotético libro. Porque, en realidad, no habría libro. Pero ellos no lo sabrían. Ahí está la gracia, y por eso se desvanece en este preciso instante.
Luego publicaría la obra (tapa blanda, dura y digital) compuesta únicamente por los prólogos en los que mis amigos hablan bien de mi.
Con el dinero del avance de la editorial los invitaría a cenar.
Fin de mi libro.
Y ahora seguramente muchos os debéis estar preguntando: ¿Y por qué has explicado esta genial idea, si el hecho de explicarla impide que acabe viendo la luz?
Pues porque el sector editorial está tan mal que lo más probable es que el avance no diese ni para la cena y tuviera que acabar añadiendo pasta.
Otros muchos debéis de estar pensando que en realidad la idea es una estupidez. No os voy a llevar la contraria, como veis, también dejan publicar una newsletter a cualquiera.
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