He sido padre, otra vez. Se llama Luca. Ayer le estaba mirando las manitas, y pensé en lo siguiente:
De todos los animales que habitan la tierra, los pájaros son los que tienen más mérito. Podrían haber escogido, como hacen el resto, desplazarse por el suelo; o incluso nadar. Podrían haber elegido, y nadie se lo habría tenido en cuenta, saltarse el coloso combate con la implacable gravedad. Pero no, ellos vuelan.
La puta locura de volar.
Los humanos hemos visto aves en el cielo desde niños, y esa costumbre transforma el fenómeno en ordinario, en normal. Pero volar es un desmedido disparate. Nosotros hemos tardado más de 300.000 años en conseguirlo (y tardaremos otros tantos en comer bien mientras lo hacemos).
De todos los pájaros el más chalado es el colibrí. El corazón de un colibrí, que tiene el tamaño de una uña de meñique de Luca, late diez veces por segundo. Puede volar a cien quilómetros por hora. Cada día visita más de mil flores en busca de néctar, ¡mil flores! Puede desplazarse más de ochocientos kilómetros sin detenerse a descansar. Y puede volar hacia atrás.
El corazón de un colibrí está diseñado para la batalla contra la gravedad, la inercia y el resto de leyes que rigen la naturaleza. Pero el precio de este delirio, de esta ambición, es una vida más próxima a la muerte; el colibrí es el ser vivo que sufre más infartos del planeta.
Volar de la manera que vuela el colibrí tiene un precio extremadamente elevado. Pronto se funde la máquina y llega un momento en el que el corazón dice basta.
Cada criatura de la tierra, también Luca, tiene aproximadamente dos mil millones de latidos para gastar durante su vida.
Solo dos mil millones, solo.
Puedes gastarlos lentamente, como una ballena y vivir doscientos años, o puedes consumirlos rápidamente, como un colibrí, y vivir tres años.
Tanto en un caso como en el otro la vida nos sabrá a un suspiro.
Pero, al final, lo que no se parecerá en nada, será la sensación de haber vivido.
Como siempre dice mi mujer: “mejor llegar al final derrapando”.