Al día siguiente le pregunté a mi hija si había pasado algo en el cole sobre el tema que habíamos hablado. Me dijo que no, que al menos ella no había oído nada. Luego desvió la mirada y estuvo unos segundos en silencio.
Dejé que pensara, tal vez sí que tenía algo que compartir…
Finalmente se me acercó un poco más, me agarró los cordones de la capucha y, mientras jugaba con ellos, me dijo:
Papi, ¿por qué no acogemos en casa nosotros también a una familia de Ucraniños? (Normalmente la corrijo cuando dice algo mal, pero este error era tan delicioso que lo dejé pasar).
¿Por qué lo dices? ¿Alguien del cole esta acogiendo a refugiados de la guerra?
Sí, Marta. (No es el nombre real de la niña que me dijo).
¿Marta? Pero Marta es rusa, ¿no?
Dejó de jugar con los cordones y me miró fijamente, “sí, ¿y qué?”
Aún hay esperanza.
Por cierto, el final de las otras dos historias era mejor. Votasteis mal. Como siempre.