No siento especial predilección por el tenis. Tal vez por culpa de su absurdo sistema de puntuación. Pero me interesa cualquier ámbito de la vida en el que haya buenas historias. Y el tenis tiene una espectacular. El 30 de abril de 1993 durante un partido en el torneo de Hamburgo, Monica Seles (que en ese momento era la número uno del mundo) fue apuñalada por la espalda mientras estaba sentada durante el descanso. Aunque la herida no fue mortal, resultó lo suficientemente grave como para mantener a Seles fuera de las pistas durante un tiempo. El atacante era un fanático de la tenista alemana Steffi Graf, llamado Günter Parche. Parche explicó que estaba obsesionado con Graf y quería que volviera a ser la número uno del ranking. Para lograr su objetivo, Parche decidió eliminar a Seles de la competencia. Y lo logró, pero con algunas ayudas… En una reunión que tuvo lugar una semana después del ataque, la WTA propuso a las 25 mejores jugadoras del circuito que votaran y decidieran si el ranking de Seles debía congelarse mientras se rehabilitaba. El resultado fue casi unánime. Todas, menos una, votaron en contra de proteger el ranking de Monica Seles. La única excepción fue Gabriela Sabatini. La rara que pensó como persona humana y no en el ranking y el negocio. Y hoy en día, cuando las veinticinco tenistas se sientan para observar una puesta de sol, el mar o el horizonte en sus casas de Montecarlo, Suiza o las Seychelles y piensan en lo que han sido, sólo una puede decir en alto y con orgullo su nombre. «¡Soy la puta Gabriela Sabatini!» Y esa sensación no hay dinero, rankings o sistemas de puntuación absurdos que lo puedan pagar.
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