Hoy me he despertado antes que el resto y he bajado a la cocina solo. Así que voy a aprovechar y os cuento esto: Este fin de semana hemos celebrado en la playa mi aniversario con la familia y algunos amigos, que han ido viniendo a plazos. Lo hemos pasado genial, yo les he ido invitando a comer y a beber y ellos me han traído regalos a cambio. Un trato justo.
Aunque yo era el que cumplía años y el que debería haber concentrado el foco de atención durante los encuentros, he tenido un duro competidor. El regalo de mi suegro.
El primer día apareció en casa con unas gafas de realidad virtual Oculus Quest 2 y, claro, han despertado un gran interés entre todos los invitados. Nadie se ha quedado sin probarlas, ha sido una experiencia fantástica. Nos hemos reído, hemos flipado con la inmersión, hemos tropezado como tontos con los muebles del comedor y nos hemos mofado de las poses extrañas del que las estaba utilizando.
Pero después de unas horas jugando con ellas, cuando ya las había probado todo el mundo y cuando la euforia comenzaba a disminuir, noté un cierto ambiente enrarecido. Algunos de los familiares, y muchos de los amigos, parecían absortos en pensamientos incómodos. Lo percibí simplemente observando sus caras, no fue complicado verlo. Seguían las conversaciones pero en determinados momentos se quedaban mirando al infinito dándole vueltas a algo que les carcomía las entrañas. Sabía perfectamente en qué estaban pensando; porque yo también había sido completamente abducido por el mismo pensamiento. Después de probarlas, las Oculus Quest 2 nos habían implantado a todos la misma duda en el cerebro: ¿y si vivimos en una simulación?
No podía permitir que ese engendro tecnológico me jodiera el aniversario. Aquel existencialismo inoportuno nos estaba impidiendo disfrutar plenamente de nuestra celebración. Así que no me quedó otra que tomar las riendas de aquella situación y sacar a todo el mundo de ese despropósito. Me subí a una de las sillas y les argumenté con toda la pasión que pude:
Chicos, os comprendo. Yo también he pensado en muchas ocasiones en la posibilidad de estar viviendo en una simulación. La existencia de un universo real donde sus habitantes habrían evolucionado hasta ser capaces de crear ordenadores muy potentes con la habilidad de fabricar nuevos mundos. Y en esos nuevos mundos, a su vez, los recientes habitantes también habrían evolucionado hasta crear otros mundos simulados en una cadena infinita de universos. Esta hipótesis nos daría un primer mundo real con la capacidad de crear mundos simulados y todos los otros mundos que han ido creando nuevas simulaciones. Excepto el último de estos mundos, el que se encontraría al final de la cadena, que aún no habría evolucionado tanto como para tener la capacidad de creación. ¿Somos nosotros uno de estos mundos simulados?
Y continué: tenemos una prueba bastante sólida que nos podría dar pistas sobre ello. Y es que, la humanidad que conocemos no es capaz de crear universos simulados. Eso lo sabemos. Así que solo hay dos opciones: o somos el último de los mundos simulados, y aún estamos trabajando en ello; o somos el primero de los mundos y, por lo tanto, todo esto… (levanté los brazos y señalé todo lo que me rodeaba, los muebles, el sofá, la tele, los familiares, las Oculus, los amigos… Levanté la barbilla todo lo que pude y grité): ¡ES REAL!
Todos los de la habitación me estaban mirando fijamente, perplejos, completamente embobados con mi discurso mientras sostenían sus respectivas copas. Finalmente, una frase lapidaria de mi mujer rompió el silencio: “que alguien le saque el vino”.
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